UN TROCITO DE PATRIA
“Tranquilo Miguel” escuche susurrar, levemente, a Ramón “el molinero”. Apenas había pasado allí un día, pero esta soledad, a oscuras, se me antojaba una eternidad. Y no es para menos; parecía que la carrera de anteanoche había sucedido mucho tiempo atrás….¡pero no!
Por suerte mi casa, en Tarazona, da a dos calles. Eso me salvó, porque cuando me asomé por la rendija de la ventana, al escuchar el alboroto y ver a aquellos salvajes de camisas azules sacar a los vecinos a empujones, tirándoles del pelo, gritando por España – como si España sólo fuera de ellos -, patearlos en el suelo como a animales, salí por la puerta que da a los corrales y corrí por la calle Cañuelos, saltando huertos y bancales hasta la carretera de Cunchillos.
Jadeando, medio asfixiado, escondido tras una pared de piedra medio derruida, pude ver como un grupo de paisanos caminaba, rodeados de paisanos también: los primeros, con las manos entrelazadas sobre la cabeza; los segundos altivos con sus armas entre las manos. Allí, junto al río, se separaron: los primeros de pie, junto a la tapia; los segundos frente a ellos, con sus armas apoyadas en el hombro.
Sonó un gran estruendo y con él un grito sordo surgió en mi cabeza a la vez que arranqué a correr.
Sin rumbo iba, pero no era momento de pararme a pensar; sólo quería llegar lejos, lo más lejos posible, porque, de pillarme, sabía que también yo acabaría empujado, maltratado y fusilado por aquellos salvadores de la patria.
Así, con las alpargatas que enseñaban el dedo gordo por la punta, los calzones remendados por el culo y una camisa – la que llevaba puesta al escuchar el griterío en la calle, con más de un zurcido y casi sin botones -, busqué refugio donde sabía tenía un amigo, no sin antes rodear la casa asegurándome de que no hubiera peligro. ¿Quién me decía que esos malnacidos no habían llegado antes que yo y estaban apaleándolo a él? Parecía que tuvieran un mandato divino y no cejaban en el empeño de acabar con todos los que, según ellos, no éramos de ley.
Fue el sueño lo que me permitió pasar aquellas angustiosas horas hasta que, por fin, acompañando a la voz de Ramón, aún lejana, llegó un hilo de luz entre los sacos. Allí me escondió cuando llegué, en un agujero a ras de suelo, cubierto con unas tablas y sacos de grano encima para disimular el olor por si traían perros en busca de indefensos labriegos como yo.
El carro, colocado de culo, estaba a la entrada del granero aún vacío.
– Túmbate ahí – dijo Ramón, señalándome la caja del carro, a la vez que me empujaba por el hombro.
Una vez estirado en aquel cajón – que más parecía un ataúd -, colocó un segundo fondo a lo largo de unas disimuladas guías que pasaba a dos dedos de mí nariz, dejándome otra vez a oscuras, más aún al colmar el carro con la harina que allí tenía.
Sería medio día de aquella calurosa jornada de finales de Julio cuando las mulas, mansos animales, tiraron del carro al azuzarlas con las riendas camino de Malón.
Ramón silbaba a la vez que hablaba con las mulas; yo acomodaba la cabeza sobre la gorra doblada, para evitar que el traqueteo del carro hiciera lo mismo con mi cabeza sobre el fondo de madera.
– ¡Ey! ¿Qué llevas ahí molinero? – escuché por entre las rendijas de los tablones, cuando salíamos de Cunchillos, a la altura del cruce del camino de La Herradura.
– ¿Pues qué voy a llevar? ¡Harina! – contestó, a la vez que un par de aquellos mal encarados se subían al carro.
– ¡No tan deprisa! ¡Para! – gritaron, afanándose en echar sacos al camino, hasta dejar el carro casi vacío.
– Está bien, puedes seguir – dijo uno de ellos, a la vez que saltaban a tierra.
– ¿Puedo seguir? Y esto….¿Quién lo va a cargar?
– Tú….si quieres; si no, déjalo ahí que alguien lo recogerá.
– ¡Me cago en…..! – protestó Ramón y con razón.
Media hora tardó en volver a cargar y yo…..allí, escondido, sin poder ayudarle.
Pasamos Malón y llegamos a Barillas, donde el primer tramo de la huida terminaba dentro del granero de Pascual; otro hombre de confianza. Allí, después de vaciar por segunda vez el carro, deslizaron el tablón de cierre y pude respirar aire fresco. De estar allí cerrado, con el calor, la ropa parecía recién lavada….por lo húmeda que estaba, no por la fragancia, que más bien no era fragancia, sino hedor.
Aquella noche, después de cenar, Pascual me hizo compañía hasta la hora de partir. Aún quedaba por delante un pequeño paseo a oscuras, hasta la carretera de Ribaforada, en las afueras de Ablitas. Allí, cuando la noche era cerrada y sólo se escuchaba el sonido del viento entre las ramas de los árboles unas luces aparecieron vibrando a lo lejos, aunque cada vez más cerca hasta que, junto al árbol detrás del que estábamos escondidos, paró el camión que las portaba. El chofer asomó la cabeza por la ventanilla y silbó.
– Son amigos – dijo Pascual, tirándome del brazo para que saliera del escondrijo.
– Sube atrás – dijo el chofer, después de habernos presentados. Levanté por un lado la lona de la caja del camión para subir y – que sorpresa la mía – una docena más de hombres, huidos con cara de asustados, como yo, ocupaban los alargados asientos de madera que allí había.
Todos cargábamos la misma ignorancia y los mismos temores ¿Y si nos descubren? ¿Y si nos entregan? ¿A dónde nos llevan? ¿Cuándo llegaremos? Sólo sabíamos que, por la velocidad que llevaba el camión, por los golpes de los amortiguadores al coger los profundos hoyos del camino, por las curvas que nos sacudían de un lado a otro, circulábamos por medio de la sierra, rumbo a los Pirineos y de ahí a Francia, según nos habían dicho.
A oscuras bajo aquella lona, con el sonido del motor por compañía, todos teníamos la esperanza de poder apearnos en algún lugar donde no fuéramos perseguidos – no sabíamos bien porqué – por otros que se consideraban con más derecho que nosotros a sentirse españoles. En ese momento, sin embargo, este camión, cargado de atemorizados hombres, era un trocito de patria, aunque el destino fuera el exilio.
Miguel Ángel Clavijo Espino